lunes, 18 de septiembre de 2017

Lunes de poesía, Lunes de alegría



 
( imagen de Katerina Plotnikova)



“creo que cada persona en el mundo
tiene un poema.
que es su alma gemela”

nejma (2014)
nayyirah waheed

En Mujeres y Compañía creemos que cada persona en el mundo tiene muchos poemas que son su alma gemela. Por eso queremos que los lunes sean los momentos en los que puedas conocer las tuyas.

Leer poesía y, sobre todo, leer poesía escrita por mujeres, es un acto de resistencia contra el patriarcado. Como nos han enseñado autoras como Audre Lorde, Adrienne Rich o Sonia Sánchez, leemos y escribimos poesía porque nos ayuda a articular un relato propio en un mundo que interpela nuestras vidas y nuestros cuerpos de manera diferencial. En la poesía feminista se debate sobre la violencia sexual, la lucha contra el silenciamiento, las relaciones entre mujeres, el papel del cuerpo como espacio político, las fórmulas de resistencia frente a las distintas opresiones. La poesía es un espacio para la belleza y la reflexión, y como tal, para la revolución. Parte de esa revolución es la creación de genealogía, tender hilos hacia las poetas pasadas o coetáneas que nos asombran con su lucidez, nos deleitan con su palabra y nos alientan en las luchas cotidianas. Christina Rossetti, Rosalía de Castro, Anne Sexton, Alejandra Pizarnik, Ana Ajmatova, Amalia Bautista o Rupi Kaur tienen mucho que decir sobre el cuerpo, la maternidad, la voz, la mirada y la respuesta frente a la opresión.

O Francisca Aguirre (Alicante, 1930- ), una poeta largamente invisibilizada como integrante de la Generación del 50 y como una de las voces poéticas más importantes de la segunda mitad del siglo XX en España. Su primer libro, Ítaca (1972), fue distinguido con el Premio Leopoldo Panero; Nanas para dormir desperdicios (2007), con el Premio Alfons el Magnànim; sería Historia de una anatomía (2010) el que le valdría el Premio Internacional de Poesía Miguel Hernández y el Nacional de Poesía (2011). Son también obras suyas fundamentales Los trescientos escalones (1977), Pavana del desasosiego (1996) y La herida absurda (2006).

En su poesía, Francisca Aguirre se cuenta desde la memoria y desde la emoción (“soy pájaro/ mis vuelos son/ dentro de mi”). Y poniendo voz a su historia personal recrea la historia colectiva de la guerra y la posguerra española: el encarcelamiento y asesinato de su padre, el deseo de huida, el hambre, las evasiones cotidianas, la lectura como sustento. La poesía de Aguirre no teme al dolor del recuerdo, le teme a no poner voz a la memoria (“había poca luz/ pero mucho silencio”). En sus versos se reivindica el poder de la poesía para pensar otros mundos posibles, para construir nuevas utopías, para transformar las realidades que hieren o han herido. La palabra como estrategia emancipadora, la voz como necesidad de supervivencia. Por eso, le da voz a Penélope en Ítaca, porque quiere conocer el tejido de su memoria y de sus necesidades. Le da voz a su madre en Los trescientos escalones y en La herida abierta para iluminar su historia de miedo y resistencia. La palabra y las relaciones humanas son la fuente de esperanza. Porque la poesía de Aguirre no es pesimista, pero asume que el optimismo requiere de una gran carga de valentía: romper el silencio, hacerte visible; reivindicar la memoria, no para conocer el pasado, sino para hacer vivible el presente.


( imagen de Katerina Plotnikova)
  
El último mohicano

No tuve nada, y sin embargo, de algún modo,
comprendo que lo tuve todo
no teníamos nada, nada, salvo el miedo, el dolor,
el estupor que produce la muerte.

Cuando mataron a mi padre, nos quedamos en esa zona
de vacío que va de la vida a la muerte
dentro de esa burbuja última que lanzan los ahogados,
como si todo el aire del mundo se hubiese agotado de pronto,
ahí nos quedamos, como peces en una pecera sin agua,
como los atónitos visitantes de un planeta vacío.

Nada teníamos, aunque también es cierto que ya nada queríamos.
Recuerdo bien que a mi hermana Susi y a mí
nos dieron la noticia en el cuarto de aseo de aquel colegio
para hijas de presos políticos.

Había un espejo enorme y yo vi la palabra muerte
crecer dentro de aquel espejo hasta salir de él y alojarse
en los ojos de mi hermana
como un vapor letal y pestilente.
Nada ha logrado hacerme olvidar aquellos ojos
salvo algunas horas de amor en que Félix y yo éramos
dos huérfanos, y el rostro milagroso de mi hija.
Y nada más tuvimos durante mucho tiempo
pero mamá tuvo menos que nadie,
mamá quedó como un espejo sin azogue,
lo perdió todo, salvo un hilo delgado que la unía a nosotras.
Y por aquel inconcebible puente, como tres hormiguitas, íbamos y
veníamos a su estatua de vidrio restituyéndole el azogue.
Volvió a nosotras desde el país del hielo.
Y volvió tan absolutamente, que gracias a ella, nosotras,
que nada teníamos, lo tuvimos todo.
Mamá fue nuestro esparzo nuestro guerrero del antifaz, el país de las hadas, la abundancia dentro de la miseria,
nuestro mejor amigo, nuestro escudo contra los moros,
la enamorada de las bellas artes
la que hizo posible que papá no muriera,
la que lo fue resucitando en cada uno de sus cuadros.
Mamá fue quien nos dijo que mi padre admiraba a los griegos,
que adoraba los libros, que no podía vivir sin la música,
y que fue amigo de Unamuno.

Cierto que no tuvimos nada.
Que muchas veces nos faltaba todo
Pero aunque algunos días no comimos,
tuvimos una radio para oír a Beethoven.
Y un día de reyes de 1944 mamá y los tíos fueron al Rastro.
Nos compraron tres libros: La cuesta encantada, Nómadas del norte y El último mohicano.
Dios sabe cuántas veces habré leído esos libros.
Mamá nos trajo El último mohicano. Y de la mano de ese
indio solitario entramos en el mundo de lo maravilloso.
Y lo tuvimos todo para siempre.
Y ya nadie podrá quitárnoslo.

En Los trescientos escalones (1977)
 Reeditado por Bartleby Editores en 2012




No hay comentarios: